Adrià Puntí las ha visto de todos los colores. De liderar un grupo que casi se cuela en la élite de los cuatro jinetes del rock català a malvivir en solitario como anárquico y descentrado francotirador. Y, de repente, sale con un Maria que justifica por primera todo lo bueno que se llevaba años esperando de él.
Y no sólo eso. Pese a la fama de imprevisibles que tienen sus directos (y no precisamente en el mejor sentido del término), regresa a Apolo y firma una corrosiva actuación capaz de dejar sordos y mudos a todos sus compañeros catalanes de viaje.
La estridencia y el caos interpretativo han sido caminos ampliamente explorados por Puntí desde que disolvió Umpah-pah, pero el domingo, con el apoyo de un recio y seco trío, el cantante encontró un punto intermedio ideal. La banda exponía las canciones con contundencia y parquedad y Puntí se recostaba en ellas con su habitual desorden mental. Caminaba sobre la cuerda floja, pero esta vez la cuerda era más gruesa y de ese modo se mantuvo en equilibrio durante más de una hora. Todo un récord.
\r\nAquello era rock al borde del precipicio. Un rock airado y desafiante, insano e incomparable, escupido a bocajarro y con el habitual punto de delirio. Un derroche de histeria eléctrica que tuvo su principal activo en unas canciones (las del pletórico Maria y las mejores de sus dos anteriores discos) que en Apolo sonaron con un brío inusitado. Sí, era el Adrià Puntí de siempre, trapecista de sí mismo, ininteligible, jeroglífico, desenfocado y todo lo demás, pero milagrosamente suspendido en una red de seguridad invisible.
\r\nSe sentó al piano para reinventar el Sí de Umpah-pah. También versionó el Flors i violes de Quimi Portet – presente en la sala, como Manolo García – y, ya en los bises, balbuceó una parodia de Bob Dylan con versos del Aserejé. Por algún lado tenía que explotar Puntí tras un bolo tan redondo. Y de algún modo tenía que convencer a sus extasiados fans de que aquello se había acabado.