Quimi Portet: «Lo que yo siempre he hecho es música popular contemporánea. No hago rock, ni blues, ni ska, ni música popular catalana»

Quimi Portet (Vic, 1957) es un músico catalán y barcelonés. Habla cinco lenguas y escribe en tres. Es el primogénito de tres hermanos. Formó parte de varios grupos, con progresión ascendente de éxitos. Kul de Mandril fueron los primeros con un cierto renombre (comarcal), y a raíz de su auspicioso encuentro con un músico del Poble Nou llamado Manolo García entró a formar parte de Los Rápidos. De ahí los dos formarían Los Burros, que tras pocos años de andadura (y un solo disco editado en vida) mutaría en uno de los grupos más exitosos, extraños y queridos del pop español de los ochenta y más allá: El Último de la Fila. Portet fue responsable último de la mayoría de músicas de todos estos conjuntos. Al disolverse El Último de la Fila en enero de 1998, tras seis impecables álbumes oficiales, Quimi Portet continuó con su carrera en solitario (ya tenía dos discos en su bolsillo, grabados cuando El Último de la Fila estaban aún en activo), cambiando al catalán y, por consiguiente, replegándose geográfica y culturalmente. Dividiendo las cosas en unidades manejables, como los anarquistas de siempre. Atento a su pequeño mundo, que es tan rico y variopinto (si uno sabe mirar) como el más grande de los continentes.

Con diez LP editados —el nuevo (Festa major d’hivern) en la calle desde hace unos pocos días— Quimi Portet se encuentra en un momento dulce. Nos vemos en una pequeña plazoleta de Vic, a finales de un septiembre caluroso, rodeados por un cierto estrépito de máquinas de barrenderos y camareros que montan terrazas, elementos que sin embargo no le hacen perder en ningún momento su legendario cool. Solo le hacen reír. Quimi Portet ríe mucho, y despide un aura de contentura y satisfacción consigo mismo y con la humanidad que resulta asaz contagiosa. Al terminar la entrevista nos iremos a comer. Empedratgalta de porc al forn, y una copa de cava (yo; grappa él) para digerir bien y que no se interrumpa el zen Portet.

Hablemos primero de familia y clase social, de ahí viene casi todo.

Mi padre y mi madre eran ambos de Vic. Venían de familias menestrales, aunque mi padre tenía un punto de inventor, y diseñaba maquinaria, montaba talleres, cosas así. Mi madre era ama de casa, aunque de mayor empezó a trabajar. Era bastante moderna para su tiempo, supongo que podríamos llamarla «una chica yeyé». Tenía un suministro de material musical muy interesante, sobre todo de soul y música británica, paleo-rock inglés. Creo que frecuentaba el San Carlos Club, en Barcelona, y sitios similares donde se trapicheaba con material pop bastante vanguardista. Mi madre era muy melómana, en nuestro tocadiscos-mueble gigante siempre sonaba música de ese tipo. Fue una escuela, tanto para mí como para mis hermanos. Crecimos escuchando el Hits & Soul de Atlantic, el Green Onions de Booker T. & The M.G.’s, y cosas sueltas de Motown. Rayamos esos discos de tanto escucharlos, y eso que éramos muy niños. Yo nací en 1957, así que en 1965, cuando escuchábamos todo eso, yo tenía solo ocho años. En retrospectiva veo que tuvimos acceso a un material muy poco habitual en este país, que aún estaba sumido en épocas oscuras del franquismo. Lo que se llamaba aquí «música popular» era aún muy casposo.

Los Beatles fueron para ti como un nuevo juguete.

Sí, eran mi Scalextric. Desde el 1965 en que supongo que debí escucharlos, hasta que se disolvieron en 1970, yo quise ser Beatle, del mismo modo en que otros niños querían ser bomberos o astronautas. No sabía del todo en qué consistía, pero tenía absolutamente claro que ser Beatle era lo mío. Lo cogí en el momento ideal.

¿Querías ser algún Beatle en concreto?

No, me daba igual. Además, en esa época lo de las caras de los artistas tampoco estaba tan definido, solo tenías una foto en la portada del álbum y no tenía muy claro quién era quién. Pero me chiflaban los Beatles, y también los Rolling Stones. Me tocaban fibras de abstracción pura que nadie había tocado antes.

Esa pasión te llegó en Barcelona. Se habla de ti a menudo como «músico de Vic», pero lo cierto es que eres más de Barcelona que la estatua de Colón.

Sí. Nací en Vic, pero nos mudamos a Barcelona cuando yo tenía solo un año. Mis padres vinieron aquí a buscarse la vida, por temas  económicos y de empleo, como mucha otra gente. Crecí en el Guinardó de los sesenta y primeros setenta. Era un barrio muy simpático, muy lleno de vida, se vivía muy de cara a la calle, los niños pasábamos la vida fuera de casa (si pasaba un coche ocasional aún gritábamos lo de «¡coche!»). Cuando he regresado allí en fechas más recientes lo he encontrado un poco más apagado, más ordenado. Vic para mí quedó como una especie de paraíso al que regresaba de vez en cuando: los canelones de mi abuela, el calor de la casa, ir en bicicleta, ver los montes… Quedó como referente de «reposo del guerrero». En mi casa del Guinardó no teníamos ni calefacción, por eso asocio Vic a la calidez del hogar. Era como una idealización onírica. Barcelona era para mí la escuela, las obligaciones, el frío… Y sin embargo tengo también de aquello los mejores recuerdos. Era un barrio en construcción, la mitad estaba sin asfaltar, todavía llegaba constantemente gente del aluvión, daba la impresión de estar lleno de vida todo el tiempo. No lo quiero idealizar, pero estaba lleno de alegría y de aventuras. Ahora lo encuentro más triste. La vida de barrio como la que yo viví de niño ya no existe.

No hablas mucho del tema, pero tu vida en familia era complicada, como también lo era la escolar. Tu infancia no estuvo exenta de violencia.

Fui a una escuela muy triste, los Salesianos de Horta, el colegio San Juan Bosco. Gente sádica, los curas aquellos. Era un lugar donde imperaba la violencia, tanto del profesorado como del alumnado: la violencia se filtra a través de todas las capas, de arriba a abajo. Y mi familia era lo que ahora llamaríamos «desestructurada». Había mucho mal rollo en aquella casa, y yo me tuve que buscar la vida; a los quince ya me había emancipado. Pero el ser humano tiene recursos para todo: me refugié en la música, y también en mi paraíso de Vic, donde lo pasaba genial. La música pop le dio color a una vida en blanco y negro, con un punto sórdido. Lo que salía de aquellos discos era lo opuesto a eso: tutti colori, superflipante. Era algo intangible, pero convertía el mundo en algo delirantemente maravilloso, amable y dulce.

¿Cuándo realizaste el paso de oyente a tocar, de público a intérprete?

Al principio era solo mímica delante del tocadiscos. En la escuela salesiana, a los diez u once años, me apunté a unas clases de guitarra que daban para entrar en la tuna escolar. Eran clases de acordes básicos. Me apuntaron, y aprendí los rudimentos de la guitarra. Con un grupúsculo disidente de la clase ya empecé a sacar riffs que escuchábamos por la radio, de Rolling Stones y tal. Desde allí siempre he sido autodidacta, nunca he vuelto a tener contacto con estamentos docentes. Aunque en mi casa hubiesen aceptado llevarme a un conservatorio, cosa que dudo, aquello estaba lejos de mi objetivo, que era tocar rock’n’roll.

Tus primeros grupos, conviene apuntar, sí fueron de Vic.

Sí. Cogía el tren y subía a Vic siempre que podía. Tuve tres grupos allí. El primero, que no era casi ni grupo, lo monté con otros dos chavales (que luego formarían parte de Kul de Mandril). Improvisábamos cosas de blues, vueltas inacabables que me enseñaron los rudimentos del género. No teníamos nombre. Y luego, para ganar algún dinerillo, me apunté a un grupo para fiestas mayores que se llamaban The Kilimanjaro’s y que había montado el bajista de mi primer «grupo». Hacían pachanga pero con un toque humorístico, se cachondeaban un poco del tema. Yo participé componiendo algún tema, por un lado, y por otro empecé a tocar riffs de guitarra en mitad de canciones pachangueras: «Cherie te quiero, cherie yo te adoro, como la salsa al pomodoro», y entonces yo metía un par de guitarrazos en plan Velvet Underground [ríe]. Eso provocó que empezáramos a arrastrar a un público más melenudo, que se desplazaba con nosotros para vernos tocarMi siguiente grupo, donde yo componía todo el material, se llamaba The Dumper’s. Lo monté con un cantante australiano, Rodney Ray, un surfer de Newcastle. Dumper tenía un doble sentido: por una parte, era un utensilio de albañilería para llevar ladrillos y, por otra, quería decir ‘ola muy grande’ en jerga surf. Me encantaba componer. Para empezar, yo creía que todos los músicos componían, no sabía que podías ser solo un intérprete. Me sorprendió enterarme de que la composición era algo inusual. Me gustaba tocar la guitarra, pero componer me encantó, porque escribir textos era otra de mis pasiones. Con The Dumper’s estaba motivadísimo [sonríe], les escribí muchas canciones. También aprendí allí a dirigir ensayos y hacer arreglos, que es algo que luego he hecho con todos los grupos de mi carrera. Llevar la batuta en el local de ensayo. Al poco tiempo teníamos un repertorio, la gente venía a vernos, no se lanzaban objetos contundentes a los músicos… [ríe].

Siempre has sido el optimista, el romántico, el que tiraba del carro de las bandas.

Sí. Hacía falta valor. Nos movíamos en circuitos sórdidos. Tocabas muy tarde, para públicos hostiles y ambientes eléctricos. Era aún el franquismo. Te podía pasar de todo. Fue una escuela fantástica, claro, ahora nada me da miedo.

¿Te atreverías a definir a The Dumper’s con alguna etiqueta?

Yo diría «rock patillero» [ríe]. Con mucha ilusión. Entre AC/DC y Status Quo, con algunas cosas majaras metidas en medio. Yo ya era fan de Pau Riba y Sisa, y lo galáctico pululaba por allí. Pero predominaba el riff y la castaña pilonga.

Al poco tiempo nacen Kul de Mandril, tu primer grupo «serio». Por decir algo, porque de serios no teníais mucho.

Lo formé con Lluís MarínNoris, y el Quim VilaplanaBenítez. El repertorio era casi el mismo que con The Dumper’s.

En las fotos se te ve con pinta de «nuevaolero» junto a dos señores barbudos que parecen salidos de Supertramp.

En efecto. Yo era el «moderno» de Kul de Mandril.  Ellos eran un poco mayores que yo, una diferencia de edad de tres o cuatro años, que ahora es inapreciable, pero que en aquella época se notaba bastante. Ellos venían del free jazz y tal, y a mí me encantaba el rock. Al final tocaban el material que había compuesto yo, que era rock.

¿Ska-rock, como os definía un cartel de la época?

No sé quién escribió eso, porque a mí lo del ska me agobiaba un poco. Yo quería hacer música, los monosílabos de etiqueta me molestan un poco. Lo que yo siempre he hecho es música popular contemporánea, para que quede claro. No hago rock, ni blues, ni ska, ni música popular catalana. Incluso entonces me sucedía eso: todos querían ser punks, modsheavies o ska. Yo no. Yo quería ser guitarrista popular, sin más. Me ponía una corbata y unas gafas de sol, pero tampoco me iba mucho ser nuevaolero.

Pero que erais la nueva ola se notaba, tanto tú en Kul de Mandril como Manolo García en Los Rápidos. Escuchas su «Ruta del sur» y ves que allí hay un tipo que ya no quiere hacer rollo stoniano, que se ha ido para otro sitio.   

Eso es verdad. A mí lo de la música autóctona, debo decir, no me iba mucho. Con lo de la movida se colaron cosas muy rudimentarias, y yo siempre fui un esnob terrible, me gustaba lo anglosajón y americano. Me gustaban los «extranjeros» [sonríe]. Lo de aquí… Sentía una afinidad espiritual, porque era algo generacional y porque era una reacción positiva, tecnicolor, hacia los años de la violencia franquista, especialmente en Madrid, donde lo del franquismo era aplastante. Dicho esto, estética y musicalmente me costaba mucho tragar con la mayoría de esos grupos. Yo llevaba desde los diez años tocando, y algunos grupos de la movida llevaban dos meses. Y grababan un disco. Yo no había entrado en un estudio y llevaba doce años tocando. Veneraba el oficio. Era muy difícil que me diesen gato por liebre, llevaba empapándome de Hits & soul desde niño. Aquellos discos negros fueron mi universidad.

Los Rápidos sí te impresionaron.

Sí. Tocaban y grababan como ingleses. Y «Ruta del sur», concretamente, era espectacular, muy bonita, con una letra alucinante, con la voz de Manolo, los guitarrazos aquellos raros que hacía José Luís[Pérez], que eran fuera de serie; el bajo y la batería… Tenían un nivel superior al de todo el mundo de aquí. Al poco de escucharlos empezamos a topar con ellos, pues tocaban en los mismos circuitos. Aunque nosotros éramos algo más pringadillos, la verdad. Ellos ya habían sacado disco con EMI.

Los Burros quizás fueron la intersección donde se encontró el Manolo de aquel «Ruta del sur» y el Quimi que ya hacía el «Huesos» con Kul de Mandril.

En cierto modo sí. Y la intersección real tuvo lugar en un festival llamado Rock de Lluna, en un pueblo llamado Hostalets de Balenyà. El año 1981. Era un festival delirante que se celebraba para despedir a los quintos que se iban a la mili aquel año. Contrataron a Lone Star como cabezas de cartel, más Los Rápidos, Evo —un grupo heavy buenísimo donde tocaba la hermana de Manolo, Carmen— y nosotros, que éramos el grupo local. Me entraron ellos a mí. Querían saber quién hacía las canciones en Kul de Mandril. También estaban impresionados porque yo hacía mucho el animal, rompía platos en el escenario y cosas así. Y a mí me gustaban mucho Los Rápidos. Pero la cosa no fue inmediata. Mi amigo australiano estaba en Londres, en un grupo donde no componía nadie, y estuve a punto de seguirle hasta allí. Pero la idea de malvivir y pasar frío en un squat no me apetecía. Y Manolo era un hombre de una obstinación y persistencia legendarias, vino a verme a cada concierto que hicimos en Barcelona. Al final decidí unirme a ellos.

Durante esta época ya empezabas a rondar por el Poble Nou, que era el barrio de Manolo.

Bueno, yo vivía a salto de mata, en pisos de estudiantes aquí y allá. Una existencia nómada amateur. Iba haciendo en un lado y en otro. Lo que sucedió es que Manolo y yo nos empezamos a hacer muy amigos, y yo empecé a orbitar hacia Poble Nou. Él y yo éramos dos personas perfectamente compatibles, tanto en el oficio como en la vida. Aún hoy, ya de sexagenarios, nos morimos de risa juntos, como hacen todos los viejos amigos cuando se reencuentran.

Hay muchos grupos que no son nada amigos, y de hecho funcionan por puro choque y animosidad, por tensión. Manolo y tú erais íntimos.

Sí, lo nuestro era mucho más grande que lo musical. Después de todo, Manolo tenía una inclinación por la música española de cariz folclórico, que para mí era puro franquismo y oscuridad y ranciedad. Y yo venía del mundo del soul y el R&B, que era un mundo que a Manolo le interesaba pero que no conocía en absoluto. En el grupo se mezclaban, como influencia, mis negros y sus folclóricos, cosas del todo distintas. Pero nos unía el amor por el oficio. En la combinación de Manolo y yo se mascaba la tragedia, podría haber salido un híbrido inexplicable. E inescuchable. Pero no sucedió así, y eso que ni él renunció a la parte más bestia de música española ni yo a la parte brutal del underground americano.

Funcionó precisamente por ese encuentro de opuestos.

En efecto. Donde nos entendíamos menos Manolo y yo era estéticamente. Pero pienso que la estética es lo menos importante de la vida. La estética, la moda, la ropa… Todo eso no tiene importancia. Nos importaba el espíritu, y trabajar para que los dos nos sintiésemos cómodos con el material que sacábamos. No podía ser demasiado de su lado ni del mío. Tenía que ser un híbrido entre nuestras dos influencias.

Pero Los Burros no erais solo Manolo y tú.

No. Había más gente, claro. Estaba Antonio Fidel, el bajista, o Quim Vilaplana. Ellos aportaban ideas, pero Manolo y yo éramos los flipados, el núcleo duro. Mandábamos. Estábamos muy motivados. Las pasábamos canutas económicamente, así que muchos músicos no aguantaban tanto con nosotros.

Existe la opinión más o menos aceptada de que en Los Burros, Manolo García era la parte «seria» («Disneylandia», «Portugal»…) y Quimi Portet la parte «loca» («Mi novia se llamaba Ramón», «Huesos», «Hazme sufrir», «Jamón de mono»…).

«El himno de los cazadores de vacas» también era mío. Creo que es cierto: en Los Burros sí estaban separadas esas dos facetas. Cuando cambiamos a El Último de la Fila se acabó de hervir todo, y desapareció esa disyuntiva.

Porque «No me acostumbro» o «Querida Milagros» son tuyas, por ejemplo.

Eso es. Yo me volví más serio, y Manolo más bestia.

Es uno de los únicos cambios perceptibles de Los Burros a El Último de la Fila. En lo demás, se trataba casi del mismo grupo.

Cierto. El primer disco de El Último de la Fila, Cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana (1985), se grabó como Los Burros. Era el mejor nombre de la historia, a mí me encantaba y estaba obstinado con que siguiésemos llamándonos así. Pero Manolo y Rafael Moll (el productor) se pusieron muy pesados con cambiarlo por El Último de la Fila. No nos engañemos, no es un nombre muy afortunado. No triunfamos por el nombre. Si Cuando la pobreza…, con esas canciones tan bonitas, llega a venir firmado por Los Burros no habría fallado nada. A mí me habría gustado más, pero no discutimos. Se creyó que El Último de la Fila sería un nombre más vendible y yo acepté. Solo me dio cierta pena. Yo estaba convencido de que nos haríamos famosísimos llamándonos Los Burros. Manolo era optimista, pero yo aún lo era más.

Ahora que lo dices, El Último de la Fila sí que suena un poco a nombre graciosete de pop-rockespañol, como Un Pingüino en mi Ascensor.

Es bastante deprimente. Hace pensar en hombreras. Pero el nombre de Los Burros tiene una actitud y una contundencia tremendas, que además contrastan con la dulzura de algunas canciones. Esa ironía fina. En la idea inicial queríamos sacar un LP como Los Burros, pero poner una foto nuestra en portada fumando en pipa, tocando el contrabajo, como los grupos de jazz francés. Que Los Burros fuesen en realidad un grupo de intelectuales con jersey de cuello alto. No sé si habría salido bien, porque el humor interno de los grupos no siempre se lee bien desde fuera. En todo caso, nos rebautizamos El Último de la Fila y se acabó.

El Último de la Fila pasó a ser un grupo 100% barcelonés, que definía la Barcelona semibohemia y mediterránea de entonces. No se distingue el gen Vic por ninguna parte ya.

Me encanta Vic y adoro a los amigos de Vic, pero yo soy un barcelonés hipermotivado. Y de barrio, de clase obrera. No he podido dejar de serlo jamás. Incluso Kul de Mandril no era un grupo de Vic, su ambición era urbana. Para hacerme el raro digo a veces que soy de Vic, pero soy muy de Barcelona.

Los Burros eran un grupo de grandes contrastes. Tocabais canciones tristísimas junto a otras que eran demencia total. Vuestro público debió de sufrir severos ataques de esquizofrenia.

Aquella metademencia funcionaba. Era la demencia sobre la demencia de poder hacer ambas cosas con dignidad. Manolo tiene mucho mérito en eso. Tocar la guitarra es una abstracción total, importa poco si estás tocando «Huesos» o «Disneylandia», pero Manolo creó un personaje que resultaba creíble en ambos papeles, confesando aquellas penas en «Disneylandia» e inmediatamente berreando «Huesos», que era una perturbación mía que salía de no sé dónde. Creo, asimismo, que aquel contraste hizo que nos ganáramos a un público que tenía diez o veinte años menos que nosotros. Nosotros nunca conectamos con nuestra generación. A mí me sigue sucediendo eso. En los años ochenta, la gente de nuestra edad (treintañeros) estaban en su gran mayoría escuchando otra cosa. Nosotros hicimos adeptos entre los veinteañeros.

En El Último de la Fila ya entra definitivamente ese sonido inclasificable, mediterráneo y levemente morisco, que en Los Burros solo se atisbaba en «Rosa de los vientos».

Sí, pero, ojo: «Rosa de los vientos» se compuso a posteriori. Se hace pasar por canción antigua, pero es de 1987, totalmente El Último de la Fila. No se entiende muy bien el porqué de la mentira. Quizás lo hicimos para demostrar que Los Burros también tenían canciones así [ríe]. En todo caso, cuando empezó El Último de la Fila ya éramos Manolo y yo trabajando solos: Manolo cantando y aportando melodías, y yo con el multipistas y todos los instrumentos. Siempre íbamos a lo más raro, a lo menos fácil. Todo el mundo hacía riffs de los Rolling Stones. Nosotros quisimos hacer los riffs que fuesen lo más distintos posibles a eso, acordes inesperados por eliminación.

Nunca hicisteis versiones. Creo que eso también os singularizó.

Yo no sé hacer versiones. En mi vida solo he hecho dos, y ya fue en solitario. Una era «Rius de Babylon», que hice en cachondeo con Albert Pla, y luego el «Wendy» de los Beach Boys. Pero con El Último de la Fila jamás se nos pasó por la cabeza.

El Último de la Fila suenan como ningún otro grupo de la historia. El resto de grupos de pop español tienen un sonido que remite a algo, vosotros no.

Yo era el responsable de la música y, con todos los respetos, puedo decirte que lo que dices era del todo consciente. Quería que El Último de la Fila no recordase a nadie. Quizás los Beatles estaban rondando por aquí, tras una oreja, pero desde fuera no se notaba. Diré esto con la boca pequeña: trabajábamos como los Beatles. Queríamos, como ellos, ir hacia donde la nieve no estuviese pisada, ir siempre por delante. Hacer un riff de rock stoniano es muy divertido, y mi último disco está lleno de ellos, pero entonces queríamos buscar nieve virgen. Y era la combinación entre ambos lo que propiciaba ese estado. Si Manolo llega a estar solo habría hecho algo más lírico, más folclórico, y si yo llego a estar solo habría hecho marcianadas para cuatro peludos. Yo habría sido el superraro y Manolo el superpachanguero. Pero la gracia del encuentro placentero entre la pachanga y el underground fue lo que hizo a la banda. No fue un choque, y ninguno renunciaba a nada. Simplemente nos limitamos el uno al otro.

El pop no es free jazz. Necesita acotaciones y vallas para que no se salga de madre.

Totalmente. Nos acotábamos el uno al otro. Y queríamos ser populares, a mí no me interesa para nada la música hecha para otros músicos. Queríamos gustar, y si en alguna época el público no te entiende, pues qué le vamos a hacer. Pero la voluntad siempre es ser comprendido.

Y sin embargo tampoco hay grupos que remitan a El Último de la Fila. Vuestro linaje terminó con vosotros.

Es verdad. Cuando alguien quiere imitarnos siempre lo hace fatal, tocan un flamenqueo que no se parece en nada a lo nuestro. El Último de la Fila era un grupo de rock’n’roll. Manolo ponía una leve pintura de flamenco con su voz, pero el andamio era muy oscuro, muy rhythm’n’blues. El Último de la Fila era rhythm’n’blues, no nos engañemos. Si arrancamos las inflexiones de la voz de Manolo, nos topamos con R&B, quizás no clásico, pero sí enraizado.

Mucha gente no lo recuerda, pero El Último de la Fila teníais armónica a porrillo, un instrumento completamente R&B.

[Sonríe] Un día me cansé, pero yo siempre tocaba la armónica. Me encantaba.

También es un instrumento poco ochentero, en general. Nadie lo asociaría a la nueva ola. En Enemigos de lo ajeno (1986), que es un disco muy futurista y muy poco rock, da el cante que no veas. Y a la vez encaja.

Es que a mí la nueva ola me tocaba un poco la pera. A mí me gustaban Led Zeppelin. Los riffs de guitarra siempre vuelven, cíclicamente. Y en Enemigos de lo ajeno hay armónica por un tubo, efectivamente. Es un instrumento muy negro. Me encantaba tocarla, y Manolo siempre estaba pidiéndome que metiera trozos de armónica. Siempre estábamos de acuerdo en las cosas importantes, Manolo y yo. Siempre. Y en las que no, uno de los dos aflojaba sin ofrecer mayor resistencia. Era una combinación genial. Nunca nos peleamos por nada, ni siquiera cuando estábamos ganando mucho dinero. Dinero había para todos, eso para empezar. Y los dos teníamos claros los límites de hasta dónde luchar para no poner al otro en una situación comprometida. Si Manolo me pedía poner castañuelas, y me demostraba que lo tenía claro, entraban las castañuelas.

Robert Forster, de The Go-Betweens, me dijo que la relación entre dos compositores de pop que trabajan juntos es la relación más estrecha que pueden tener dos hombres sin rozar la homosexualidad.

[Ríe] Desde luego. A la vez, El Último de la Fila era una bestia mucho mayor que Manolo o yo. Ninguno de los dos la controlábamos del todo. En mi carrera posterior a El Último de la Fila he intentado hacer exactamente lo que hice cuando estaba en El Último de la Fila, que era no parecerme a nada anterior. Para Manolo es más difícil, porque su voz era el barniz encima de nuestras canciones, y le resulta más difícil desasociarse del pasado. Su voz siempre remite a El Último de la Fila. Componer junto a Manolo era muy placentero, aunque también el trabajo terminó siendo muy exigente. Hacia al final estabas componiendo un disco sabiendo que sesenta familias dependían de ti, lo cual era un poco estresante. Y cansado. Pero nunca nos peleamos.

Manolo, cuando le entrevisté hace unos años para este mismo medio, me pintó una historia muy bonita de amistad, bohemia y nocturnidad barcelonesa, hacia la época de Enemigos de lo ajeno.

Lo fue. Muy agradable. Así como en Madrid había habido una rebelión total contra lo anterior, nosotros estábamos muy ligados a los músicos layetanos. Lo antiguo aquí no era sinónimo de fascista ni falangista, no veíamos ninguna razón para romper con nada. Sentíamos una gran simpatía hacia aquella música de una generación previa: Música Urbana, Joan Albert AmargósCarles Benavent, Sisa y Riba, Gato Pérez… Nosotros nos estábamos haciendo famosos y ellos no habían despegado nunca, pero Manolo y yo los venerábamos. Ellos siempre nos trataban bien. Y la Barcelona preolímpica era la de nuestra juventud, es inevitable tener buenos recuerdos de ella. Fue la última Barcelona oscura, medio napolitana, con Barrio Chino y zonas peligrosas. Vivíamos mucho de noche. Yo trabajaba de conductor de furgonetas, de oficinista… hasta que Manolo me llamó un día y me dijo: «Quimi, mañana no hace falta que vayas a trabajar» [ríe].

Enemigos de lo ajeno es el mejor disco de El Último de la Fila.

Bueno, a mí me encanta, pero para mí el mejor es Astronomía razonable (1993), más que nada porque lo miro con los ojos del oficio. Aprendí a hacer muchas cosas con él. También le tengo mucho cariño al cuarto, Como la cabeza al sombrero (1988). Sus carencias juegan a su favor: se nos acabaron las horas de estudio en Miraval, y eso impidió que pudiésemos empezar a añadir cosas. Manolo y yo poníamos demasiadas pistas a las canciones [sonríe], pero en aquel caso no lo pudimos estropear. «Dios de la lluvia»: dos acústicas, bajo, guitarra y la voz de Manolo. «Sara», lo mismo. Son canciones que se entienden de lujo, no necesitan más. Si llegamos a tener más tiempo de estudio les hubiésemos enchufado seis, doce, guitarras más [ríe], otro bajo…

Enemigos de lo ajeno también es el disco en que te has vuelto serio casi por completo.

Eso sucedió también porque yo escribía para Manolo. Incluso me inventé un personaje de compositor español con un imaginario que me era totalmente ajeno, como las rosas y los claveles y los puñales, elementos que no pertenecían a mi tradición, y lo hice porque estaba componiendo para la voz de Manolo. Soy un profesional. Con todos los respetos, escribí todo aquello para que Manolo estuviese cómodo y no tuviese que cantar como un tío apajarado. No por edad, sino porque sabía que mis letras, escritas con aquel nuevo imaginario, sacarían una emotividad concreta de Manolo, las sentiría como suyas y podría compartirlas conmigo. Y creo que Manolo también limitó un poco su «algo» para acercarse a mí. En Astronomía razonable aquella combinación había llegado a un grado perfecto, quizás por eso es mi favorito. Está emparentado con Enemigos de lo ajeno, son discos muy consistentes.

Una única carencia visible de Manolo se puede observar en la portada de Cuando la pobreza entra por la puerta…: no sabe levantar una sola ceja.

[Ríe] Yo sí. Él se la tuvo que levantar con el dedo, y cortamos su mano de la foto.

Eso dice mucho de vuestra tozudez. Otros hubiesen optado por otra imagen.

[Ríe] Manolo tiene muchos recursos. No se rinde fácilmente.

¿Cómo te sentiste cuando tu banda realmente triunfó?

Imagina. Llevaba desde los quince años probando cosas. La fama me llegó a los treinta. El éxito solo llegó cuando hube fracasado muchas veces. Porque ahora parece que Los Burros eran muy conocidos, pero no nos comíamos un rosco, y Los Rápidos menos aún. Las segundas maquetas de Los Rápidos fueron rechazadas por la compañía, y allí ya estaba «Mi novia se llamaba Ramón». Los Burros fracasaron también. Así que el éxito nos hizo muy felices. Ganar algo de dinero tampoco estuvo mal. Fue un cambio absoluto, tuve mi primera libreta de La Caixa hacia esa época, antes nunca había tenido ni un duro.

Erais un supergrupo, el escenario estaba lleno de gente. Tipo Supertramp. En bueno.

[Ríe] A Manolo le encantaba que allí arriba hubiese mucho ganado. Yo habría quitado cosas, pero el directo era un poco su departamento, tenía muy claro lo que necesitábamos. Sonábamos de cojones. Increíbles músicos, grandes canciones, grandes transiciones entre canciones. Mirábamos a los guiris buenos y tratábamos de hacerlo igual.

Las letras tocaron alguna fibra en el imaginario nacional.

La gente hizo suyas esas canciones. Manolo tiene mucho que ver en eso, cómo llegaba al público. Era delirante. Yo soy más de arte y ensayo. El perfecto músico para Manolo, por otro lado. Él sabe comunicar en directo, yo tocar. Poca gente está tocada con su talento. Yo toco de puta madre, y me sale todo muy bien, pero no electrifico al público con mi presencia. Ni se me ocurriría intentarlo. Yo solo quería tocar la guitarra. Manolo tiene otra cosa. Es un factor clave para El Último de la Fila. Si le ves ahora, hace lo mismo: si hay un tío en la fila 76 que no aplaude, él se va para allí y da la tabarra hasta que aquel tío acaba de militante convencido. Lo conozco bien. Ese es un gran talento, y me hace reír mucho.

Nunca fuisteis a la letra pueril. Hay cosas muy elaboradas, a la vez que memorables, al lado de cosas como «Zorro veloz», que nunca pensarías que podían llegar a calar hondo en la gente. Quiero decir: va de un zorro. O marcianadas divertidísimas como «Para qué sirve una hormiga».

[Sonríe] «Para qué sirve una hormiga» está basada en parte en mis lecturas de budismo zen, pero parte de ideas muy sencillas, todo el mundo puede llegar a ellas. Es zen llevado a una conversación de bar: «Oye, ¿para qué sirve una hormiga?».

«… Y luego dime si es santo el caimán».

Exacto [ríe]. Manolo tiene que ver mucho con esto, en el sentido de que podía cantar cosas muy elevadas y líricas, y luego entre canción y canción cagarse en Dios, pedir palmas… Nunca quedaba pretencioso. La gente veía a un tío que estaba allí arriba pero bajaba a su nivel, no era un semidiós, era como su público. Cantaba letras extrañísimas pero las cantaba con ese tono despreocupado, con la voz de un amigo.

¿Qué canciones llevas más cerca de tu corazoncito?

A ver, no te voy a engañar, las que compuse letra y música yo solo me motivan más. Las letras de Manolo me encantan, pero hablan de su mundo. A mí, de las mías, me encantan «Dulces sueños», «No me acostumbro», canciones más oscuras que son más yo. Claro, yo hice las músicas de muchas más canciones, y en ese sentido todas me gustan. «Aviones plateados» está muy bien, por ejemplo. Manolo aportó melodías, y las letras estaban divididas al 50%.

Pero hay un momento, desde Como la cabeza al sombrero, en que aparecéis como co-compositores de todo.

Sí, igual que Lennon/McCartney. Cuando nos disolvimos, las registramos todas a nombre de los dos, incluso las anteriores. Se llama diplomacia, y a la vez es una cosa bonita. Manolo estaba más en primera fila, en el escenario, y yo trabajaba más en la sombra, y a los dos nos iba bien así. 50% está muy bien. Me encanta tocar «Dulces sueños» y «No me acostumbro», como te decía. Dicho esto, también me gusta mucho «Insurrección», y eso que saqué la música en dos minutos, y Manolo hizo la letra en otros dos. Esa canción es como un supositorio.

O sea, que la leyenda de «Insurrección» es cierta.

Totalmente. Vino Marc Grau con una guitarra de doce cuerdas, que yo no había tocado nunca. Era una acústica, muy dura de tocar, así que hice acordes muy sencillos: do y fa. Me pareció guay y lo grabé. Manolo dijo que era muy bueno, saqué la B, luego la C, y él se fue al váter a sacar la letra. Mientras él estaba allí yo grabé el bajo, un tecladillo, y cuando salió de allí estaba lista para cantar.

Luego hay mini-hits menores que son muy apreciados por los fans, pero que no son tan conocidos entre el público de a pie. Yo soy fan de «Son cuatro días», por ejemplo.

Muy bonita. De hecho, es como un himno a esa Barcelona bohemia de la que hablábamos antes. Va totalmente de eso. «Duerme la ciudad / en un local oscuro junto al mar…» eso iba por La Palma. «Está tocando un músico de jazz…», eso iba por los layetanos, que tenían ya cuarenta años y nunca se habían comido nada, pero seguían en ello. Es un homenaje bonito. También va un poco de El Último de la Fila, de lo que podría haber sido el grupo. Porque nosotros nos hicimos famosos, de acuerdo, pero podríamos haber acabado perfectamente como aquellos músicos de jazz. Fuimos el producto de una Barcelona que salía del franquismo cansada, bombardeada, pero que había luchado siempre.

A mí, a los quince, cuando aún era demasiado pequeño para que mis padres me dejaran pernoctar en Barcelona, vuestras letras me explicaban lo que era la ciudad. Me imaginaba un mundo de terrados, ropa al sol, libros de pintura «por ahí tiraos», novias cuerneantes

Era una visión romántica que también salía de la edad que teníamos cuando la vivimos, pero no dejaba de ser una Barcelona muy bonita. Cuando voy a Nápoles ahora me acuerdo de aquella Barcelona, tiene una cosa medio cascada y simpática que se le parece.

Al final llegaría el inevitable punto de agotamiento mutuo entre Manolo y tú, cuando ya llevabais seis o siete discos.

Totalmente. Yo estaba hasta los huevos de Manolo y él de mí. Dicho esto, al año de habernos disuelto ya habríamos montado otra cosa juntos. Si mañana me voy a comer un arroz con él y me despisto, a los cinco minutos ya estamos montando una banda. Pero desde Nuevo pequeño catálogo de seres y estares(1990) el agotamiento ya se empezaba a notar. Por otro lado, teníamos aquella base, todo lo que habíamos aprendido, y estábamos agradecidos y con ganas de hacer algún disco más. Hicimos tres. Astronomía razonable, como te decía, salió de maravilla pese al cansancio. Y estábamos cansados de todo. Yo estaba cansado de mí. El Yo de El Último de la Fila, que no dejaba de ser un personaje. Y estaba cansado de ganar pasta y no podérmela gastar, ser feliz, irme en moto al País Vasco, comerme una chuleta en Oñati con mi novia… Todo esto no lo podía hacer. Estábamos siempre de gira o ensayando. Tampoco necesitaba mucho más dinero. Mucha gente se hace el chulo con esto, pero a mí realmente las pelas me dan igual. Nunca tuve, y de golpe, cuando tuve, resultó que eran suficientes. Y ahora voy trampeando, estoy más o menos amortizado.

Tú y Manolo jamás discutisteis por dinero, en todo caso. Os disolvisteis por otras razones.

Te voy a decir otra teoría: creo que hay algo zoológico en todo esto de los machos que forman grupos. Un conjunto de rock es una cosa que remite a lo que hacen los machos jóvenes desparejados del mundo animal. En los monos hay un jefe, un macho alfa, que se está tocando los huevos junto a las hembras, y luego están todos los machos jóvenes, que son los conjuntos de rock. Son aprendices de macho alfa, solo hacen el burro. Y cuando llegan a cuarenta años, los grupos se disuelven, porque llevan muchos años haciendo el mico y quieren relajarse también. Que nadie piense que esto es un discurso sexista: solo quería decir que la gente, a los cuarenta años, desea otra cosa que no es estar en un conjunto de rock, haciendo el mico por el mundo. Yo quería hacer otra cosa, y que no se pareciese en nada a El Último.

Tu primer disco en solitario precede en mucho a vuestra disolución. Persones estranyes es de 1987, justo después de Enemigos de lo ajeno. Pero sacarlo tampoco provocó fricciones con tu socio.

Para nada. Quise hacer aquel disco. Era algo testimonial: yo estoy haciendo eso (El Último de la Fila), pero en realidad soy esto otro. No sé si la gente lo entendió. De hecho, no sé si el público de El Último se enteró siquiera.

Pues salió en GASA. Alguien debía enterarse.

Supongo que sí. Pero con el interés minúsculo que ha habido siempre por las lenguas minoritarias en este país, lo dudo mucho. A mí aquel debut en solitario me fue muy bien porque, al disolver El Último de la Fila, la gente en Catalunya ya sabía quién era, y pude grabar mi segundo disco sin tener que explicarle a todo el mundo quién era en realidad.

En alguna entrevista dijiste que la ruptura de El Último de la Fila había sido por motivos «emocionales, culturales y lingüísticos».

Creo que no fue así. Los motivos fueron zoológicos, como te decía. Esa frase es muy grandilocuente, no me suena haberla dicho. Simplemente rompimos El Último y yo me puse a grabar mis discos en catalán, pero ese no fue el motivo de la ruptura. Los grupos con músicos que tienen cuarenta años tienen que romperse, insisto. Y si no se rompen, mal. Algo falla. O han llegado a un acuerdo comercial para no matar a la gallina de los huevos de oro, como los Rolling Stones. Pero nunca volverán a flipar como burros en el estudio. Manolo y yo, lo flipados que estábamos al grabar «Dulces sueños», eso no lo puedes repetir a los sesenta. Es imposible. Manolo estaba tan motivado para empezar a cantar que abrió la puerta al revés y se la cargó. Desmiento todo eso de los «motivos culturales». Lo debió de sugerir el periodista y dije que sí. Soy un pedante, pero no tanto.

Siempre has afirmado que valoras «la tranquilidad y la paz». No sé si muchos rockeros son así. Haces gala de un talante epicúreo-doméstico que encuentro singular. Y muy celebrable.

Nunca me ha gustado ir de gira. Es aburridísimo. Te lo pasas bien durante la hora en que sales a tocar, y se acabó. Mira: para mí es fundamental ser feliz. Pasamos por el planeta durante un tiempo determinado, y hay que aprovecharlo. No solo yo, sino también mi pastor alemán, y esta mosca que pasa por aquí. Por tanto tienes que vivir en función de tus prioridades. Las tuyas, no las del mundo del rock, ni de Manolo García, ni de Bruce Springsteen o Madonna. Yo soy Quimi Portet, y tengo unas prioridades. Esta mañana he ido en bicicleta a un sitio muy bonito, he hecho unas fotos, me lo he pasado muy bien. También me gusta tocar y hacerme el chulo, por supuesto, y que la gente me aplauda, y encima que me digan que me conservo la mar de bien. Pero me gusta lo otro también. Y cuando estás vendiendo millones de discos, identificar tus prioridades es un poco más difícil. Te lían. Los de la discográfica están encantados con que pases el día en la carretera.

Y la vanidad es muy nociva.

Lo es. Pero tampoco te metes en este oficio si no estás bien dotado en ese departamento. Lo que sucede es que tienes que tener claro que esa vanidad puede jugarte en contra. Por suerte estoy en Vic, que es un poco aburrido y donde no puedes hacerte mucho la estrella del rock.

Te veo un tipo con costumbres apacibles. Tranquilo y centrado.

A ver, hay un poco de Dr. Jekyll y Mr. Hyde en juego aquí. Si entrevistases a gente de mi familia, a mi hija o a mi novia, te dirían que tengo un ego insoportable, o yo qué sé. Yo tengo un problema, que es la veneración por mi oficio.

Una veneración deontológica, casi.

Pues sí. Con juramento hipocrático, pero en guitarrista de blues. La cosa del oficio: de cómo ha de sonar un concierto, de cómo probar sonido, de cómo viajar y cómo volver a casa… Es mi oficio. Mi obsesión. Lo he ido aprendiendo poco a poco, y yo solito, nadie me enseñó. El sonido de las guitarras, cambiar las cuerdas, escoger los amplis… Toda esa veneración puede llevarte a extremos muy majaretas que hay que controlar.

Luego está lo del ego, muy difícil de manejar en grupos con gente con otros egos. Formas parte del Col·lectiu Eternity junto a Sisa y Joan Miquel Oliver. Claro, ya no tenéis veinte años ni estáis en la Barcelona bohemia. No hay nada que atempere esos tres pedazo-de-egos.

A ver, no es nada fácil. Somos muy amigos y nos hacemos reír, pero es complicadillo. Lo único que nos salva es la provisionalidad. Al tener las carreras en solitario consolidadas podemos dedicarnos a eso de forma ocasional, y por un periodo finito de tiempo. Yo venero y admiro a ambos, y nos hacemos reír. Pero juntos seríamos un peligro. Por ejemplo, durante mucho tiempo yo quise hacer un disco que se llamara Merda, segona part (‘Mierda, segunda parte’). Todo el mundo me dijo que estaba loco, incluyendo a mi hija y a Ruper Ordorika, así que al final lo olvidé (el disco se convirtió en Academia de somnis). Pero J. M. Oliver me hubiese convencido para seguir adelante.

¿Eres letraherido? Vuestro primer disco llevaba una cita de Dylan Thomas…

Lo soy, pero nunca me ha atraído la ficción. Siempre me da la impresión de que me están colando una trola, cosa que además es verdad. Los novelistas sois mentirosos por naturaleza. Un novelista es un tío mintiendo, cosa que está muy bien. Pero yo prefiero que me expliquen biografías, o historias reales. A Stendhal o alguien que murió hace tres siglos se lo perdono, pero en general no me interesa mucho la novela. Con todos los respetos.

Repites mucho esa muletilla: «con todos los respetos».

Es verdad. Supongo que llevo tantos años en este oficio que me aterra ser malinterpretado. O sonar pedante. Me da mucha vergüenza leer lo que he dicho alguna vez en entrevistas. Así que hago penitencia continuamente. Es un pudor que tengo, pero lo acepto con deportividad [ríe].

Pero no te desespera particularmente la opinión negativa de los demás, de otro modo no serías artista.

No. Pero a la vez estoy encantado de interactuar verbalmente con la humanidad, porque soy un charlatán. Mi cultura, y la cultura catalana en general, es muy de charlar.

¿Nunca sientes melancolía por los tiempos de triunfo imperial de tu banda anterior?

No. Estaría triste si aquello no hubiese sucedido, después de todo el esfuerzo que le dedicamos. Pero te diré algo: cuando aquello pasaba, yo secretamente, en tiempo real, quería hacer lo mío. Me lo pasaba bien, pero en parte también era porque pensaba que estaba invirtiendo en El Último y que algún día podría dejarlo y dedicarme a mis cosas, viviendo tranquilamente y sin problemas económicos. Lo digo con todos los respetos [sonríe], porque lo hice con ilusión y sin una perspectiva mercantil. No era un sacrificio (aunque era duro). Y no siento nostalgia alguna, si no cuentas la nostalgia por el futuro. Optimismo, lo llaman algunos.

Se te ve muy confortable con esta reducción geográfica y de público (que no de ambición musical).

Sí. Yo soy este. Me explico mejor ahora. Hago exactamente lo que quiero, para bien y para mal. Como te decía, tengo una cierta tendencia al arte y ensayo. Cuando yo era joven, salir en la tele era un descrédito, porque la televisión era de Franco y solo salían adeptos al régimen. Por eso cuando empecé a salir por televisión con El Último de la Fila la cosa me daba un poco de mal rollo. Yo venía de Led Zeppelin y de unos peludos que se cagaba la burra. Lo de la tele, y anunciar cosas como hacían otros grupos, me parecía horrible. Llámalo integridad o llámalo escrúpulos. Mis principios son anarquistas, más o menos. Los de Manolo también.

Teniendo en cuenta que «Quimi Portet independentista» aparece en sexto lugar del autocompletede Google, se haría raro no terminar esta entrevista con una pregunta de tipo político sobre el «problema» catalán.

Siempre he sido independentista, y ya está. El 1-O voté aquí [señala un portal cercano] y pasé el día en esta plaza, de las cinco de la mañana a las diez de la noche. Me apena que peguen a la gente, y me apena constatar que el Estado español se aguanta por la violencia y la represión, y por ningún otro motivo. En sesenta años no he visto ningún otro. No necesito razonar esto mucho más. Otra gente pensará distinto, y yo siempre los respetaré. Mi naturaleza es empática y me gusta el mundo y ser feliz.

Creo que en algunos sectores del pueblo español no se entiende muy bien lo de que exista un independentismo no basado particularmente en nación, cultura o folclore catalanes. Que es un independentismo pragmático y político, y muy antifascista.

El mío lo es. No soy folclórico. Es una cuestión práctica. Además, estoy pagando impuestos a un Estado que me odia. Que utiliza mis impuestos para pegarme. Y también para que nadie escuche mis canciones, ya que hablamos de eso. Parte de mis impuestos se van a alimentar a unas televisiones, públicas y privadas, que tienen vetada la música en idiomas periféricos, y donde por tanto yo no saldré jamás. Cuando salgo, es para ser insultado o para que se diga que soy malvado. Y que sin Manolo García no soy nada [sonríe]. Cada uno tiene sus motivos. Y volveré a incidir en algo que ya he dicho: nos pegan. A mí ya me lo hacían en los Salesianos, y en otros lugares, y nunca me gustó. Yo soy independentista porque pienso que todo el mundo es independentista. Los españoles también. Todo el mundo quiere que su país no dependa de otro. A la vez, cada uno sabe cuál es su país. Yo lo sé perfectamente. Y si no lo tenía claro, el 1-O vinieron unos señores con cascos y la cara tapada que nos dejaron muy claro qué era qué.

Si te prometiesen la cuestionable posibilidad de que el Estado español pueda algún día llegar a ser una República gobernada por un partido de izquierda de verdad, descentralizada y respetuosa con todas sus naciones, ¿qué dirías? (Realiza un esfuerzo de imaginación, por favor).

Si me lo ofreciesen en Italia, aceptaría [ríe]. Si Italia aceptase a Catalunya como parte de su Estado, me parecería bien ser parte de la República Italiana. Pero no en España. España ya lo ha ofrecido muchas veces, y siempre ha sido mentira, desde la época de las Cortes de Cádiz. Tanto en Italia como en Francia se unificaron naciones en un Estado centralizado, pero lo hicieron de un modo revolucionario. Francia prometió igualdad, República, laicismo. Italia acabó con el poder de los príncipes y reyes, con el de los papas, terminaron con la monarquía. España pretende que nos unamos, sí, pero por el rey, la Iglesia y la derecha. Así que me sigue gustando más la idea de la independencia, qué quieres que te diga. Todos estaríamos más tranquilos, en España también. No pasa nada, es normal que la gente quiera gestionar sus cositas. No hay mala fe, y desde luego ninguna agresividad. Aquí no hemos pegado a nadie, ni hemos bombardeado Madrid. En Catalunya a cada generación la zurran unas cuantas veces, eso cuando no te bombardean. Esta casa de aquí al lado ya ha sido bombardeada tres veces. Una por «los italianos», aunque telefoneados desde Burgos, naturalmente. Por cosas como esas yo siempre he sido independentista, y ya lo decía en la época de El Último de la Fila: «Soy independentista», y el entrevistador se reía nerviosamente. Parecía que les hacía gracia la salida de tono. Creo que queda claro, además, por mi currículum artístico, que no tengo ninguna animadversión hacia la cultura ni la lengua españolas. Es más, soy un fanático y un contribuyente limpio a esa cultura. He escrito unas letras aceptables en castellano que se siguen cantando hoy, siempre las he disfrutado a fondo y las he compartido con todo el mundo. No soy sospechoso de xenofobia ni antiespañolismo, precisamente. No tengo ningún problema en ese sentido.

Fuente: Kiko Amat – Fotos Alberto Gamazo – JotDown – ENLACE